lunes, 11 de enero de 2016

Farewell, Black Star



Ayer, 10 de enero, escribí esto:

Hoy tenía que ser un día de agradecimiento hacia todas las personas que tan cálidamente acogisteis el sábado la segunda función de “Hambre”, porque de verdad que quiero daros las gracias y transmitiros con toda mi alegría lo importante que fue esa noche para nosotras.

Pero no puedo. Hoy ha muerto David Bowie.

Como para tantísimas personas, Bowie ha sido un símbolo toda mi vida. El año que nací se estrenó una película sobre un laberinto que revistió mi infancia de magia y de belleza. Me hizo darme cuenta de que yo no ansiaba ser una princesa; sino un elegante, ambiguo, terrible, indecente y resplandeciente Príncipe Blanco de género angelical o feérico o extraterrestre, a poder ser orlado de plumas, maquillaje escandaloso y purpurina.
Según crecía, cuando contemplaba fotografías de Bowie de algún modo sabía que estaba contemplando al Rey de una especie extraña, esteta, múltiple y diversa que el mundo tendía a considerar anómala, amoral, artificiosa, inadecuada, insolente, ficticia, prescindible, molesta y/o despreciable. Que yo pertenecía a esa especie. Y que, como tal, quedaba condenada y bendecida a querer ser, elaborar y desear todas las cosas que no se consideran correctas, decentes, apropiadas y naturales de este mundo. También sabía (y aprendí a golpes de experiencia con el tiempo) que atreverse a serlo y manifestarlo es un arduo ejercicio de tenacidad y resistencia. Pero en mi panteón mental, junto a otras deidades y arcanos viejos y nuevos, brillaba siempre esa estrella eléctrica, luciferina, de irisado multicolor y casi hiriente, a la que mirar cuando el camino parecía demasiado oscuro.
Bowie desplegó ante mí por vez primera la libertad para ser y el ansia por serlo.

Llevan cayéndoseme las lágrimas desde las nueve de la mañana. Yo no quería, pensaba que el día que pasara esto apenas me afectaría. Pero no puedo evitarlo.

Sencillamente, te adoramos. Has sido nuestro Rey y nuestra Reina, y el mundo sin ti parece un poco más mortecino e inhóspito. Y has tenido que irte así, siendo un símbolo hasta para marcharte, fijando una maldita estrella negra —cegadora, invisible y eterna— en nuestro firmamento.
No podía ser de otra manera, no es verdad, insignia viva, Duque Blanco, amadísimo alienígena.

PD: Mi primera opción era enlazar aquí la versión de “Bring me the Disco King” de Danny Lohner, pero inexplicablemente parece que está bloqueada en nuestro país. De modo que… Can you hear us, Major Tom?


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