Ayer hizo exactamente ocho días desde que vi a Portishead, y una semana desde que noche, viento y arte tomaron posesión de las ruinas del teatro de Mérida mientras adorados seres y yo estábamos allí para verlo. Y al fin encuentro algo de tiempo para contarlo.
El concierto de Portishead. Portishead, sabéis. Cuando hace unos meses descubrí que venían a Madrid casi me da un ataque. Portishead ha sido el hilo de momentos cristalinos y desencajados a lo largo de mi vida, y jamás los había visto en directo. El viento empezó el viernes, pues. Y, tras tener la inmensa fortuna de padecerlos en directo, puedo decir que tanto en disco como en vivo Portishead son una campana que suena en una oscuridad propia de tormenta eléctrica, puro concepto límpido y descarnado, pupila sin párpado, mercurio, cristal angélico (recién nacido, aséptico, estéril) hundido en tu carne.
Imaginad ahora que al día siguiente os enfrentáis por primera vez con el teatro romano de Mérida. Imaginad que el mercurio se disgrega, se multiplica y se transforma en la voz de un dios.
Así pues, el sábado acudimos con premeditación y alevosía a ver La Ilíada de Homero puesta en escena por la compañía griega Polyplanity y dirigida por Stathis Livathinos. La guerra de Troya tuvo lugar esta vez tras un devastador apocalipsis. Divinidades y héroes vestían a medio camino entre mendigos y militares, pescadores y guerreros tribales, obreros industriales y corazas de piel viva. Casi cuatro horas de versos en griego contemporáneo, adaptado respetando las peculiaridades del original clásico y sin recortar apenas su extensión: son muchas horas, y muchísimo texto, tremendas listas de nombres y muertes y linajes, un río incesante de poesía épica; y no obstante los actores y actrices fluían por él como integrantes y conocedores de una marea secreta, sometidos simultáneamente a un trabajo físico incesante y agotador, una coreografía demoledora y estéticamente impecable, personificando innumerables personajes (ahora humano, ahora deidad) en tan sólo quince cuerpos. Neumáticos, percheros gigantescos de metal, somieres que sirven de promontorio y barricada, percusión en directo. El estanque a un lado del escenario humedecía los imperiales pasos de la encarnación (entre otras) de Tetis, actriz de porte y voz impresionantes, esculpida en sus ropajes como un ídolo de piedra. Ella invocó la ira de Zeus y el cielo negro en la distancia se cuajó de relámpagos (os lo juro, lo contemplé sobrecogida, no es cómoda metáfora). Cuando Zeus apareció por primera vez, su voz casi me detiene el corazón. Hera inclinaba las caderas y hablaba como una diosa-zorro, puro animal escurridizo de entonación aguda y sinuosa y dientes afilados. Luces calculadas y precisas nos conducían por el mapa de la guerra y la tragedia. Cuando, sin previo aviso, los actores y actrices irrumpían en breves y antiguos cantos polifónicos, algo se me rompía dentro y se despeñaba. Y las columnas siempre al fondo, de mirada grave, oscuras, expectantes, silenciosas.
Por descontado, las ruinas son mucho más poderosas y ancianas que los hombres; pero el arte hace anciano al ser humano y la batalla fue encarnizada. Piedra y sangre y voz incendiaron de un fuego frío la noche. Las cosas sublimes rivalizan y combaten hasta que, al final, sólo pueden amarse. Respecto a mí, vieja juventud, qué iba a hacer más que sucumbir.
A las 3 de la madrugada, la obra terminó dejándonos quebrados, enfebrecidos y devastados por el arte. Antes de salir del teatro nos encontramos con uno de los actores, sonriente, exhausto, educado, devastado. Porque así es el arte verdadero, torturador, asesino piadoso y cruel que en el último instante nos deja vivir. Henchidos, huérfanos, nos dispersamos sin opción por la noche inconmovible y muda de Mérida con la mirada fija y la carne en llamas.
La Ilíada dirigida por Livathinos vendrá a Madrid en octubre de la mano del Centro Dramático Nacional. Os sugiero ferozmente que no os la perdáis. Yo sólo ansío volver.
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