viernes, 26 de diciembre de 2014
"Frankenstein", con Benedict Cumberbatch
Ante la imposibilidad de haber acudido a presenciar Frankenstein en el propio National Theatre, la oportunidad de disfrutar teatro en cines que nos ofrece el National Theatre Live es un verdadero privilegio. Es cierto que, como suele pasar con las mejores ramas del arte, resulta difícil hacer justicia en tan poco espacio a esta puesta en escena del clásico de Mary Shelley. No obstante, si me viese obligada a hacerlo, yo lo resumiría en dos palabras: Benedict Cumberbatch.
De las dos versiones de la obra que nacen de la alternancia de Cumberbatch y Jonny Lee Miller interpretando los papeles principales del científico y la criatura, la versión que ha sido grabada para proyectar en los cines es aquella en la que Cumberbatch encarna a la creación. Tras asistir a los primeros diez minutos de la obra, cualquier curiosidad interrogante que dicha elección nos suscitase se desvanece. La primera escena de Frankenstein instaura un silencio absoluto y sobrecogido ante la carne rota y vacilante, perpleja y aterrorizada de la criatura, animada por esa bestia escénica e inmisericorde que es Cumberbatch. El trabajo que hay detrás de esos impresionantes primeros minutos es descomunal; y semejante actuación soberbia no hace más que recubrirse de oro a lo largo de la obra cuando, envolviendo ese lenguaje corporal que fluye entre lo animal, lo infantil y lo mutilado, Cumberbatch hace brotar su voz sedosa, atronadora y densa de dicción impecable.
Dejando aparte esta interpretación sublime, la exquisita escenografía (ese monumental racimo de bombillas que, en los momentos clave, laten o subrayan o despojan o relampaguean) y el excelente trabajo de todos los demás actores (particularmente no puedo dejar de destacar el personaje de Elizabeth, inteligente, desenfadada, aguda y crítica por encima de su habitual cosificación en lánguida damisela), esta obra tiene además otro motivo esencial por el cual la considero magnífica: Tras largos años de incomprensión ante las características popularmente asignadas al mito, una parte de mí ha podido respirar tranquila al ver que en esta versión de Frankenstein se hace al fin justicia a la complejidad intelectual y emocional de la criatura de Shelley, poniendo de relevancia de una vez por todas la verdadera naturaleza de Victor Frankenstein, hombre egoísta, déspota, presuntuoso, ególatra y deleznable; que abandona a su creación, la insulta, la ignora, la humilla y la desprecia por el simple hecho de ser desagradable a su vista, negándose automáticamente a considerar su derecho a ser acogida y respetada por su creador, convirtiéndose en causa directa y deliberada de su sufrimiento y del sufrimiento que ocasionará en su empeño por intentar ser, si no amada por él, al menos percibida y reconocida.
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