Fernand Khnopff , I lock the door upon myself
He olvidado muchas cosas, sabéis.
Recordarlas es como recordar la poesía: hay autores, frases, gestos, melodías, destellos que te arrancan de la corriente en la que supuestamente intentas mantener tu vida ("vida" en el sentido de organismo que se mueve y gesticula y que ingiere y que funciona, que no "Vida") de manera satisfactoria y constante (porque hay que sobrevivir, al fin y al cabo); resplandores que te asaltan como una fiera salvaje (como una dama salvaje, como una fiera-que-es-dama, como un caballero-que-es) y que te arrojan muy poco elegantemente a un lado fuera de ese caudal en el que en teoría tenías que sentirte protegido y sereno.
Pero sabéis, algunos realmente jamás nos sentimos protegidos y serenos ahí, precisamente, precisamente ahí. Cuando llegan y nos embisten esas luces, esas llamas diminutas o inmensas, nos levantamos tras el golpe y sacudimos la cabeza esparciendo gotas de río silencioso y nos quejamos y lanzamos improperios y maldecimos mucho, muchísimo. A veces hasta sangramos un poquito. Pero casi se nos escapa la sonrisa entre blasfemia y blasfemia mientras fingimos que no nos estamos dando cuenta.
Bellas Artes no fue nunca un refugio. Sí fueron refugio las personas que tuve la maravillosa suerte de conocer, la calidez del té en ciertos días infinitamente fríos (recuerdo perfectamente el vaho que me empañaba las gafas cuando mantenía el vaso muy cerca de los labios sin beber, los dedos abrasándoseme felizmente mientras el calor que los desentumecía sobrepasaba lo simbólico), las ventanas inmensas junto a las cuales acurrucarse; el césped que, sobre todo al principio, acogía magia pura y conversación y gatos (muchos, muchos gatos, aunque eso creo que no ha cambiado); algunas tardes/noches de tormenta inconcebible (cómo te reíste de mi cara, Maite, cuando entré aterrada y fascinada y empapada en el aula de dibujo aquella tarde −debió de ser digno de verse, pues la modelo comenzó a reírse también−, y cómo te seguiste riendo años después cada vez que surgía el recordarlo); aquella vez que una estrella y yo bailamos entre carcajadas frente a la entrada mientras caía la primera nieve del invierno; la luz que se colaba por ese preciso cristal en esa hora exacta; el aroma siempre plácido y calmante de la arcilla.
Y ciertas clases teóricas. Allí estaba la llama, y gracias a ellas salía a los pasillos con los ojos muy abiertos y la poesía incendiada en la frente.
La poesía siempre duele, estoy descubriendo últimamente.
(No es como si no lo supiéramos, pero a veces necesitamos concederle algunas letras a un pensamiento para descubrir que lo sabemos.)
Casi curso tras curso, tuve la fortuna de conocer a profesores estupendos que resultaron estar apasionados por temas que a mí también me apasionaban. Tópicos que me hacían y aún me hacen estremecer, resonancias puras de las cosas sobre las cuales yo escribía más o menos secretamente desde hace años. La diferencia era que ahora alguien me hablaba de raíces estéticas, históricas o poéticas; de escritores que también los habían amado o detestado. Saber que mi sed no era sólo mía y que había un eco trazado a través de los siglos era para mí un hallazgo tan delicioso que resultaba casi insoportable. Sencillamente, internarme en esas clases era alimentar el monstruo que soy.
Lo que inicialmente quería decir con todo esto es que he decidido publicar en este blog algunos de los trabajos-ensayos (o tal vez sólo fragmentos, aún no lo sé muy bien) que algunas de esas clases teóricas suscitaron. Como decía al principio, he olvidado muchas cosas (no las importantes, no obstante, más bien las fechas, los autores y los nombres), y sin embargo esos ensayos nacían en ocasiones de lo más profundo de mi ser semejantes a manifiestos, y qué demonios, para qué más se supone que es este blog. Siempre se me dieron mucho mejor las asignaturas teóricas que las prácticas (paradójico, ¿verdad? Pero es que en las prácticas no podía decir lo que proclamaba a gritos en las teóricas), y dejar enterrados eternamente estos textos en los que tanto me impliqué en su momento no tiene mucho sentido.
Así que me voy a dedicar a revisar, corregir y seleccionar; para poder subir fragmentos o totalidades en cuanto me sea posible o me posea el arrebato. Sí, os estoy advirtiendo.
Mientras, os dejo con unas palabras de Arria Marcela en la obra de Théophile Gautier del mismo nombre:
«Yo creo en nuestros antiguos dioses que amaban la vida,
la juventud, la belleza, el placer;
no volváis a sumergirme en la descolorida nada.»
Tened buena noche, dulces seres.
PD: Ahora que los estoy releyendo, confirmo mis sospechas recordadas a medias: todos tratan de la carne, del terror a la carne, a la ruina, al temblor, a la huella; de la búsqueda maldita de la máquina impoluta, del maniquí aséptico, del silencio estéril. Criatura obsesiva. Años de carrera para seguir igual, inmensa loca.
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